No mires ahora.
El sol se halla en lo alto. En la urbanización
el ambiente esta reseco y se pueden observar parejas de tórtolas ir de un lado
a otro como si siguieran el sonido de los gatitos que se esconden en los
arbustos cercanos a la calle principal. Un hunday coupe plateado con el morro
rasgado se acerca silenciosamente hacia la parcela numero 91, en el solo se
pueden ver las sombras de una mujer rubia con un vestido oscuro y en la parte
trasera un chico de unos 15 años. El coche se detiene y al abrirse las puertas
el aire acondicionado escapa apresuradamente para reunirse con el calor. La
delgada mujer recoge del estrecho maletero del coche una maleta plateada y una
mochila estudiantil con adornos de calaveras grises, las coloca en frente de la
puerta y acto seguido ajusta la camisa del muchacho, le da un beso en la
mejilla y borra el rastro de carmín. El chico mira hacia abajo como
presintiendo que algo va a cambiar en el momento que su madre toque ese timbre.
El sabe que esta apunto de terminar una etapa de su vida y que va a comenzar
otra. La madre del chico mira la escena, se recoloca las gafas de sol y toma
aire para después tocar el timbre.
Ding dong- suena una vez – ding dong – esta
vez el sonido del timbre termina con la musicalidad del paisaje, ya no se pueden
oír con la misma nitidez los sonidos de las tórtolas que están en lo alto del
tejado vecino. Justo cuando la mujer del vestido negro se prepara para tocar
una tercera vez la puerta negra y metálica se abre chirriante dejando ver a un
hombre de un metro sesenta y cinco con boina y pantalones por encima de la
cintura. La expresión del viejo es seria, raída como si supiera a que se debe
la ruptura con su inquebrantable soledad. El les deja pasar y en silencio la
madre y el hijo siguen al viejo hasta el porche. El niño mira a su alrededor
perplejo, el pequeño cortijo tiene un jardín con rosas rojas dos palmeras y un
extenso césped que termina con un gran laurel, justo en frente del laurel
varias plantas de hierba buena, menta y romero semi esconden una estatua de
perro labrada en piedra y en el centro de esa composición algo que atrae la
atención del chico, una piscina con el
agua verdosa y pequeños renacuajos surcando la superficie.
En el porche el viejo se sienta en lo que
parece ser su butaca, una antigua silla giratoria de escritorio con un cojín
rojo algo descolorido. Después con un gesto de la mano pide a su hija y a su
nieto que se sienten. El silencio se nota incomodo aunque parece que fuera
música para el anciano.
-Papá te tienes que quedar con Antonio durante
un tiempo – dijo la mujer con la voz algo agitada – no tengo a quien dejárselo
mientras voy a Madrid a preparar... .
María colocó las manos sobre las orejas de
Antonio.
- los papeles del divorcio – María miró a su
hijo como si sus palabras fueran a provocar algún desorden en su silencioso
hijo.
El abuelo tensó mas su rostro, se levantó,
miro a los dos y dio un golpe en la mesa.
- La ultima vez que vinisteis a visitarme fue
para decirme que era abuelo de esa criatura y en 15 años solo habéis sido capaces
de mandar felicitaciones por correo- tomó de la chimenea que tenia a su lado
los restos de una tarjeta de felicitación.
- Sirven muy bien para prender la chimenea en
invierno, ¡pero para nada más!.
Su hija se levantó y se fue acercando a la
salida.
-Papá lo siento pero tienes que quedarte con
el, no tengo otra forma. - agarró el bolso con la mano y se retiro aún más. -
Antonio no te preocupes que vendré pronto.
-¡Eso abandona a tu hijo! ¡Vete igual que has
venido, sin saber de mi y dejándome a cargo de tus responsabilidades!.
El viejo parecía temblar de la ira al
contemplar como su hija salia por la puerta en dirección al coche. Tras el
ruido de un motor marcharse el silencio apareció de nuevo. Enrique miró a su
nieto que permanecía inmóvil en la silla.
- Qué, ¿Tu ni te mueves, ni hablas, ni
respiras?.
El niño que había tenido la mirada recta hasta
el momento pareció recobrar la vida para mirar al viejo. Antonio se puso en pie
y con cuidado se colocó en frente de su abuelo. Los dos se quedaron perplejos
al ver que median casi lo mismo.
Enrique se dio media vuelta y empezó a caminar
hacia el interior de la casa.
-Antonio sígueme que seguro que estarás
enmallado de hambre.
Antonio se adentro en el sombrío pasillo que
se aguardaba detrás de la cortina de la entrada y comenzó a fijarse en la
cantidad de libros que decoraban las estanterías de las paredes. En ellos
podían leerse títulos clásicos y también libros del momento así como viejas
colecciones de periódicos y alguna que otra enciclopedia. Antonio se fijo en
una polvorienta y dorada edición del Quijote, lentamente se acerco a cogerla.
-
!Alto¡ – mando el viejo – con
hambre los libros no se tocan.
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