Cuento sin titulo.

Érase una vez, en un lugar lejano donde la lluvia cae hacia abajo y los pájaros planean, un príncipe que gobernaba a todos por igual. Él era justo y obediente a las reglas en los juicios, era comprensivo y raramente se condenaba a alguien a la horca. Una de las cosas que hacían tan dichoso y justo a este príncipe era su forma de expresarse. Al no conocer dolor y tristeza alguna en la vida, cada palabra que decía era sincera y no estaba manipulada. El príncipe podía hablar de amor y sentirlo, podía describirles a los súbditos cómo era la lluvia y hacer que todos se sintieran empapados. En una ocasión en la que en sus manos portaba un bebé abandonado, tan lisa y pura fue su palabra que el propio infante habló ante más de cien personas diciendo quién lo había abandonado. Creedme estas palabras, pues son veraces en todo su contexto y os puedo asegurar que yo mismo lo vi  hacer llorar a un paralítico al recordarle cómo era el caminar.

Su tío, al observar que el príncipe al ser rey sería tan justo que las guerras y la posibilidad de expandir el reino desaparecerían, convocó a los brujos más malvados y peligrosos del reino en una reunión secreta. A cada brujo le preguntó cuál sería la maldición que más daño haría al príncipe. Unos contestaron que dejarlo mudo sería buena opción, pero se dio cuenta de que el príncipe podría hacer las cosas por escrito; otros, que lo mejor era dormirlo por cien años. Su tío en cólera vio que eso estaba muy gastado. Entre los brujos se hallaba escondida una joven hechicera de rubia melena y zapatos rojos. Ella se adelantó de entre los demás y con voz suave propuso una idea mortal.
Una maldición consistente en que el príncipe no pudiera expresar sus verdaderos sentimientos bajo ninguna forma oral, escrita o artística. Sólo podría expresar ideas cercanas.

Así fue cómo en la celebración del banquete por el regreso de su padre del tratado de paz con el reino vecino, esta hechicera salió a escena para aparentemente entretener a la nobleza. En un descuido de los guardas, se apareció ante el príncipe y jurado ahora que no he visto mirada más maligna ni sonrisa más benévola. Mordió la comisura de los labios al príncipe inyectándole la maldición. A los pocos minutos, empezó a reprochar sonriente que la fiesta no le gustaba, que el vino no era de su agrado y su indiferencia a cuanta gente había dejado su hogar para que la paz con el otro reino hubiera podido firmarse. Inmediatamente, los nobles y a la corte empezaron a irse malhumorados. La gente exclamaba: “¡Cuán mentiroso e hiriente es en verdad el príncipe!¡Era un príncipe justo, capaz de hacernos sentir bien, y ahora es sólo el barro que ensucia nuestros zapatos!”.

Conforme fue pasando el tiempo, el príncipe se dio cuenta de lo que le ocurría. Incluso intentó escribirlo, pero todo eran sentimientos que él ya conocía. Era incapaz de crear y vivir unos nuevos: ya no podía actuar de corazón. Esto al príncipe le entristecía mucho, aunque era extraño verlo triste a la par que sonriente. Su padre, el rey, al investigar y dar con el culpable de semejante maldición, encerró a su hermano en una prisión oculta en las profundidades del castillo, bajo siete cerrojos de dos llaves cada uno. Os puedo prometer que nunca oí semejantes gritos ante una tortura, pues el rey quería demasiado a su hijo y el tío odiaba demasiado a ambos. Finalmente, el hermano del rey accedió a confesar el funcionamiento de la maldición: sólo se desharía si entre la hechicera y el príncipe se creaba un amor puro.

El rey entristeció aún más, ya que veía absurdo el permitir que una asesina y hechicera se enamorase de su hijo. El rey se encerró durante diez días y once noches en su habitación para pensar una solución, y el último día, cuando los consejeros pensaban que este nunca saldría de sus aposentos, apareció por el salón real, e hizo que llamaran a los 3 grandes sabios de las montañas nevadas. Al llegar estos, se les planteó la situación, y se les pidió una pócima tan poderosa que hiciera olvidar a ambos, joven y hechicera, su pasado.
Así fue como los soldados capturaron a la hechicera, en tal batalla que mis prendas fueron todas quemadas por sus artilugios místicos. Se les llevó a los dos jóvenes a lo alto de la torre y desde allí a la habitación que se había construido sobre una nube, se les encerró y se les obligo a beber la poción.

Las peleas entre ellos al principio fueron frecuentes. Ella no entendía cómo alguien de corazón noble podía ser tan contradictorio. En ocasiones, las voces se llegaban a escuchar en el castillo, ¡E incluso espantaban a las aves! Durante varios días y noches se siguieron tirando libros a la cabeza, hablando de cosas superficiales y pensando en cuándo saldrían de allí. Él en ocasiones se acercaba a ella con serenidad y templanza, conseguía tratarla como quien doma un corcel bajo el cálido viento del invierno, por lo que en el momento que el príncipe intentaba exponer sus sentimientos falsas emociones y gestos contrarios salían de sus labios, llegó un momento en el que ella intentó comprenderlo de verdad, se sentó junto a el y lo miró fijamente. “La verdad es que sus ojos azules y su tez clara no son tan feos como pensé”, dijo para sí. La joven posó su mano sobre la cara del joven y comprobó que estaba húmeda y que esa humedad provenía de lágrimas de sus ojos. ¿Cómo podía llorar si su cara reflejaba alegría?, se preguntaba ella. Siguió fijándose en él y vio que le era familiar, como si en el pasado se hubieran visto. La verdad, visto de cerca era una persona calida. Siguió pasando el tiempo en aquella habitación y poco a poco empezó a comprender al joven, a entender lo que de verdad sentía sin necesidad de que él lo dijera. Eso sí  que le parecía magia. Ya no eran tan necesarias las palabras. Sabía que aunque él dijera que no le importaba matarse antes que acercarse a la chimenea junto a ella, en realidad él lo deseaba más que los dos, así que el príncipe empezó a estar más alegre. Por fin había encontrado a alguien capaz de entenderlo. Ni siquiera los súbditos que habían pasado casi toda su vida junto a él lo habían conseguido: nadie salvo ella comprendía aquella maldición.
Cierto día de lluvia él siempre dijo que la lluvia era importante para que hubiera buenas cosechas, los animales tuvieran donde beber y el río y la laguna estuvieran llenos, pero también porque en los días de lluvia el príncipe era cuando más indiferente se mostraba hacia la princesa- de hecho, incluso no le dirigía la palabra en todo el día, si ella se acercaba, él la rehuía, hasta que comprendió que tenia que acercarse a él silenciosamente para que la maldición no se activara. Y así el príncipe y la joven ya no sólo se entendían, sino que empezaron a pasar más tiempo juntos. La última tarde antes del solsticio de verano, los dos estaban apoyados en el balcón. El príncipe, medio a regañadientes, finalmente había estado leyéndole un libro que ella había escogido. De repente, un fuerte viento golpeó a la muchacha, y ésta quedó colgando de la barandilla del balcón. El príncipe inmediatamente empezó a alejarse, ya que su deseo interno era salvarla fuese como fuese. Ella gritaba asustada, pidiéndole ayuda pero él cada vez se acercaba más al interior de la habitación. Al final, cuando a ella casi no le quedaban fuerzas, él comprendió que mostrando otro sentimiento podría controlar lo que quería expresar y salvarla, cogió el abrecartas del escritorio y empezó a clavárselo en el estómago para así sentir dolor y que su cuerpo pudiera reaccionar.  Ensangrentado y casi sin aliento, consiguió llegar hasta el balcón y en el último momento agarrar su mano. “Clávame bien las uñas, porque sólo así podré sostenerte “, le pidió el príncipe medio sollozando. En ese momento, el rey y algunos soldados entraron en la habitación, ya que desde abajo algunos estaban siendo conscientes de lo ocurrido. El joven, al tirar de ella consiguió levantarla y abalanzarla en sus brazos. Inmediatamente, él estaba en el suelo y ella sobre su pecho, con el blanco vestido impregnado de sangre. Él se estaba muriendo y ella solo podía mirarlo. Ante tal expectativa, el rey estaba rugiendo de dolor y agonía al contemplar cómo Caronte pronto se llevaría a su hijo. Pero en ese instante para los dos jóvenes el tiempo se paró. Sus miradas estaban tan fijamente mirando las de uno con el otro, que por primera vez en sus vidas y creedme que nunca he sentido yo cosa así, vieron su alma reflejada uno en el otro. Él, inconscientemente y contradiciendo a la propia maldición, le fue susurrando el te quiero más bello que posiblemente se haya escuchado en la faz de la tierra, a la par que su alma se marchaba hacia los campos Elíseos.
 Ella no se rindió, a pesar de que los soldados la empezaron a apartar del cadáver allí yacente. Se deshizo de ellos y volvió junto al cuerpo del joven, lo golpeó una y otra vez. Los truenos parecían poner música a tan cruel momento, y ella ya agotada se rindió junto a su cuerpo, uniendo sus labios a los del muchacho y os puedo jurar que aquel momento fue muy veraz, pues mis propios ojos junto a los demás soldados y el propio rey lo vieron, vieron como la sangre empezó a recogerse en sí misma y volver al lugar por donde había brotado, y cómo el cuerpo del joven empezó a sonar de nuevo, cómo abrió los ojos lentamente y volvió a ver el mundo tal como era.
-         Pues tú me has salvado de tal maldición horrible- comenzó a decir el príncipe- Conforme pasaba el tiempo deseaba acercarme a ti y me era frustrante que el sentir y el hacer fueran diferentes y no poder remediarlo. -  - Yo no he roto nada- respondió la princesa- Has sido tú, sacrificando tu propia vida por salvarme, revelando tu propia identidad, haciendo caso omiso a las consecuencias que dictaba tu cordura y corazón. Por primera vez veo en tu ojos, príncipe, que ya no tienes miedo.
Se fundieron en un beso.

El rey, atónito a los acontecimientos, decidió celebrar la boda y el banquete más grande que se hubiera dado en un reino. Dicen que tal fue la magnitud de la boda, que se estuvo comiendo y bebiendo durante varios meses, que de ella se ha hablado durante años y que durante ese tiempo el hermano del rey comió de las sobras.

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